"Su única ambición era ser druida. Pero los druidas habían vivido antes del Imperio Romano, no tenía lugar en el siglo XX y siempre habían sido hombres. No le parecieron obstáculos importantes. Con algunas joyas heredadas de viejas tías señoritas se fabricó una diminuta hoz de oro de filo brillante, destinada a cortar el muérdago sagrado del bosque. Pero vivía en Buenos Aires y lo más parecido a un bosque eran unos parques domesticados donde la gente corría en todas direcciones sin siquiera detenerse a mirar una rama, una hoja, aunque fuera del cobre tornasolado de una corteza.
Guardó la hoz en una bolsita de gamuza que se colgó del cuello y tomó un tren hacia el Sur. Por la mañana , un desierto verde y amarillo corría desaforadamente hacia atrás. Fue entonces cuando, por primera vez, escuchó el remoto llamado del bosque. "El robledal", pensó con alegría sintiendo que la señal confirmaba su decisión. Cada vez el llamado se hacía más poderoso y cuando aparecieron las montañas su corazón se elevó, liviano como una nube. Ese tierno ulular era como la voz del tiempo, o de su sangre. Cuando llegó, se abrazó a un árbol y aspiró intensamente el olor verde de su cuerpo. Esos fueron los afables gestos que relataría lo que la vieron por última vez.
Mientras caminaba, internándose, recordó menhires y robles gigantes que nunca había visto. Esa noche, la luna brillaba sobre esta parte del planeta y ella elevaría, por fin, la antigua plegaria de adoración a los árboles, a la tierra, al agua, a los astros elementales. Se habría cumplido su destino".
Sylvia Iparraguirre (Argentina, 1947)
1 comentario:
Hermosa historia, siempre se cumple nuestro destino, hacia el vamos.
Besos:)
Publicar un comentario