Ayla apareció en mi vida una noche de otoño de hace 15 años. Estaba debajo de un coche aparcado en la calle enfrente de mi trabajo, maullando desesperadamente. Cabía en una de mis manos. Recuerdo cómo me la llevaba a casa en tren mientras ella se agarraba a la palma de mi mano, entre el pulgar y el índice, con sus pequeños dientes…
Fue creciendo a mi lado, sin rechistar. Tenía una vida intinerante, como la mía… pero siempre se adaptaba a cualquier cambio que se le presentara, incluso mejor que yo. Nunca le faltaron maneras de expresarse para conseguir sus fines aunque respetando ciertos límites para disfrutar de una cómoda convivencia. De pequeña conseguía hacerme reír a menudo, persiguiendo una cuerda que yo movía a ras de suelo, jugando con los cordones de mis zapatos o trayéndome la pelotita en la boca a la vez que maullaba para que se la lanzara por el pasillo de casa. Hay unas pelotas de plástico que le han gustado toda la vida, tenía un arte especial para dirigirlas pasándosela entre sus dos patas delanteras a toda velocidad que siempre me alucinaba.
Otro de sus momentos favoritos ha sido siempre esperar sentada en la taza del water para subirse a mis hombros de un salto cuando salía de la ducha con el albornoz y frotar su morro con mi pelo mojado. O tumbarse encima de mi ropa y dejármela llenita de pelos. Pero lo que más le gustaba del mundo era el jamón dulce, en lonchas. Se volvía loca de contenta de solo destapar el paquete. Era la primera en aparecer a la hora de comer, el sonido del saco del pienso era como la campana para ir a misa. Y llegaba a la cocina con su cola tiesa y las orejas erguidas maullando con ese sonido especial, el de la hora de llenarse el estómago. Después, si era verano, le gustaba sentarse dónde le diera el solecito y si era invierno, lo hacía junto a la calefacción, siempre que mis rodillas no estuviesen disponibles, claro.
Independiente y arisca en ocasiones, al igual que yo, nunca dejó de luchar, ni en sus últimos momentos, haciendo honor a su alias: “la pitbull”. Guerrera si, pero nunca tuvo pereza de demostrar su cariño. Le gustaba sentarse junto a mi, dormir a los pies de mi cama, y recibirme en la puerta cuando llegaba a casa con ese otro maullido especial, el de “hola! ya estás en casa por fin”.
Ayla, mi gata, mi compañera, mi familia, descansa desde el mediodía del martes, ya libre del dolor y sufrimiento de esta última semana. Y aun me parece oír cómo se afila las uñas en la alfombra de la entrada, o cómo rasca la puerta del patio para que la deje salir fuera a tomar el fresco y mordisquearme de paso alguna planta….
Pero su cojín está terriblemente vacío… solo me queda el eco de su ronroneo…
Ahora soy yo la que debo adaptarme a este nuevo cambio.
Gracias Ayla por estos 15 años que me has regalado. Siempre te echaré de menos.
Nur