lunes, 10 de marzo de 2008

JULIO

Pues hoy toca lectura... Me he encontrado precisamente hoy, por esas cosas de la sincronicidad, mientras le mandaba por email un abrazo a nuestro querido Marc, este texto que escribió otro gran amigo, Moi, hace unos años. Con su permiso creo que es el momento de compartirlo....


JULIO

A Chon y a Julio
Y a Bernardito, sobrinonieto.

A Julio le gusta mucho trabajar su huerto. Cree que ya no queda casi nadie que sepa hacer esas cosas. Y tiene razón. Por lo general, los jóvenes ahora no saben de cultivos ni de azadas ni de huertos. Saben de discos. Ahora no saben. Es una pena, ya lo dice él, que cuando desaparezcamos los cuatro que sabemos, esto se pierda. Julio ha tenido en su huerto todo tipo de cultivos que se diesen por estos climas. Incluso ha tenido sus intentos con productos más exóticos. Pero ahora sólo hay en el huerto tres o cuatro lechugas, más hierbas de lo normal y flores, eso sí, muchas flores. Ya no tiene tanto tiempo como antes para dedicarse a cuidar la tierra. Además empieza a estar cansado.

Julio, como de costumbre se levanta temprano, con la aurora. No le cuesta trabajo salir de la cama, nunca ha sido perezoso. Seguramente se haya despertado para quedarse pensativo, con cara seria, siempre seria, mirando el despertador hasta que suene. Una vez lo ha apagado, tras un suspiro que nunca sabremos muy bien cuándo termina, se tira de la cama. Ya en el cuarto de baño se mira al espejo. Su rostro está invadido por un gesto de seriedad. Serio, siempre serio. El caminar de la vida ha ido sembrando de senderos su piel. Tiene Julio especialmente pronunciadas las arrugas que rodean sus ojos marrones. Surcos perfilados por el sutil y poderoso caudal de lágrimas. Se asea, se viste y antes de irse se ojea por última vez frente al espejo. Le sigue pareciendo un rostro triste, serio, siempre serio. Julio piensa que no fue muy afortunado en la vida. El recuerdo más lejano que conserva le hace verse, siendo un niño, en la mina. La mina, que hace llorar a los hombres como si fuesen niños, qué no hará con los niños. Pero Julio no se olvida de lo que ha hecho que la vida merezca la pena durante todos estos años. Cuando se queda tan fijamente mirando el despertador no piensa otra cosa. Un día más, por qué un día más, para qué un día más. Y es cuando le viene a la cabeza el recuerdo de Chon cuando se tira de la cama, como si durmiendo allí solo sólo hubiese estado perdiendo el tiempo. Ya son muchos años. Julio considera que Chon es toda su vida.

Julio va a visitar a Chon todos los días que puede. Siempre que la combinación de autobuses se lo permite, él coge su cacha, su chaqueta de los domingos, algo de dinero y sus ochenta y dos años y se va a ver a su mujer. Hay veces que algún nieto o sobrino, según, puede evadirse, con mucho trabajo, eso sí, de su trabajosa y esclavizante vida. ¡Tenemos tanto trabajo!, se disculpan ante Julio, es que nos esclavizan. Él no dice nada. Calla y serio, siempre serio, asiente con la cabeza. Esos días es el sobrinonieto, según, quien le lleva a ver a Chon. Lo del transporte privado está bien, tiene sus ventajas. Uno llega, se baja en la misma puerta y santas pascuas. Para volver, lo mismo. Parece ministro de la guerra, esperando con su chaqueta de mudarse y su bastón, la lemousin que lo lleve al palacio presidencial. Lo malo es que a Julio le toca aguantar la curadeconciencia del sobrinonieto, según. Hay que ver el lado bueno de las cosas, tener sobrinonietos con más bien pocos escrúpulos, de esos tan bien adaptados a la vida moderna, significa que Julio sólo tiene que aguantar muy de vez en cuando sus purgas morales. Es lo más pesado, aguantar los si yo pudiera..., si no tuviese tanto trabajo..., si no estuviese de vacaciones en Alicante..., si no estuviese deprimida..., si no me diesen tanto vértigo las quintas plantas... Todo cinismo, todo aullidos. Una vez al año, que no hace daño, vienen estas personas a convencerse y, lo peor, a intentar convencer a Julio, de que si no están allí más tiempo es porque no pueden, porque claro, tampoco hace falta, porque si no estuvieses tú, pero como estás, que además lo haces encantado, porque qué bien, qué suerte que la queramos tanto, porque además si no se pone peor no hace falta, porque yo, porque yo... Pero Julio nunca ha dicho nada, nunca dice nada. Él pierde sus marrones ojos ya desgastados en el vacío y asiente silencioso y serio, siempre serio, con la cabeza. Los sobrinonietos no hacen sino perder los nervios con esta actitud. Se sienten más culpables aún. Ellos esperan un sí, claro, no te preocupes, no pasa nada, y una sonrisa de aprobación, un alegre ego te absolvo. Pero Julio nunca dice nada. Julio serio, siempre serio. Al final ellos siempre se engañan, se convencen a sí mismos de que hacen lo que pueden, que además no es poco. Y se despiden alegres, con las conciencias limpias, blancas como batas de enfermeras.

Es una pesadez. Y Julio prefiere arrastrar el otro peso, el de sus ochenta y dos años, que no es poco, e irse a ver a Chon por los medios habituales, es decir, en autobús. Es un proceso lento y agotador, y más si llueve, como hoy. Julio ha tenido que entrar a buscar su paraguas porque no se esperaba lo de la lluvia. Este tiempo está loco. Camina hacia la parada del autobús, donde, cómo no, hay cola. Tras los empujones de rigor consigue subir. Hay algún conductor que incluso le saluda. Ya le conocen de tanto verle. Hoy ha coincidido con el de bigote, el que siempre lleva gafas de sol. Uno se pregunta si habrá ojos bajo los cristales. Sus buenos reflejos y la ligereza con que hunde el pedal del freno hacen pensar que sí. Buenos días, le ha dicho a Julio, levantando graciosamente su imponente y poblado telón de mostacho, dejando ver un espectáculo de marfiles más bien deteriorados. Buenos días, responde Julio todo serio, siempre serio. Así dos transbordos con caminata entre estaciones. Y encima hoy llueve. Poca cosa podrá parecerle a alguien. No es poco, no, que Julio arrastra consigo, como decíamos, sus ochenta y dos años, que ya son bastante arrastrar. También él fue joven, fuerte y ágil, también a él un muro le parecía una línea en el suelo, también él corría y saltaba, él, que cargó sacos y sacos de carbón ya de niño. Pero por eso, precisamente por eso, su cuerpo está ahora resentido, dolorido, se ha cansado. Y no hay paso que no le cueste tres o cuatro sacos de carbón, y no hay escalón que no le parezca un muro. Pero a cada saco, a cada muro, Julio piensa en su Chon, en que va a verla, en que va a hacerle compañía. Y Julio quiere mucho a su Chon, es la energía de cada uno de sus movimientos, de cada uno de sus latidos. Y por eso el huerto sigue, aunque con alguna hierba de más, lleno de flores, porque allá va Julio, con una preciosa rosa roja, como le gustan a Chon, agarrada entre el paraguas unas veces o entre la cacha otras, allá va para adornar la habitación de Chon con colores y aromas.

Y es que no hay mucha variedad cromática ni huele muy bien en el hospital, a donde mientras contaba esto ha llegado Julio. Ya le conocen las recepcionistas y las enfermeras, más que los conductores. Buenos días, don Julio, ¿a ver a su mujer?, le dicen con sonrisas eternas y blancas como batas de enfermera. Buenos días, sí, buenos días, responde Julio sofocado y serio, siempre serio. Y es que Julio, como vengo contando, siempre está serio. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que Julio sonreía. Su vida nunca fue muy agraciada, pero él sonreía porque tenía a su Chon con él, que era lo que más quería. Incluso cuando le diagnosticaron la enfermedad a Chon, Julio seguía sonriendo. Pero fue cuando la ingresaron, hace ya una eternidad, cuando se borró de su cara el gesto agradable. Alguna pelea tuvo con el personal del hospital, porque él ni a tiros se separaba de su mujer. Hubiese vivido allí, con ella. Pero nada, no pudo ser. Y Julio tuvo que irse a su casa, solo, nervioso, preocupado, faltándole algo, faltándole todo... Julio sólo recupera la sonrisa, la vida, cuando ve a su Chon.

El ascensor sube y la eternidad que hay hasta la quinta planta Julio se la pasa intranquilo, nervioso, con semblante preocupado, pensando cómo estará hoy, si le habrá afectado el cambio de tiempo, si será para bien. Ayudado por su bastón sale del ascensor y camina con dificultad hasta la habitación quinientos cinco, al fondo del pasillo a la izquierda. A la puerta deja su paraguas, que ha venido sangrando alguna peligrosa gota. Tras llamar un par de veces con los duros nudillos, entra.

Julio de primeras quiere sonreir, está con su Chon, pero enseguida se le afea el rostro, pues Chon ni responderle puede hoy con otra sonrisa. Tan mal está hoy. Chon intenta hablar desoyendo los consejos de Julio y dice, a duras penas, que le ha echado de menos, que le estaba esperando, que aquello se acaba. No digas eso, le dice Julio con el gesto marcado ya por la angustia de verse sin su Chon, no digas eso. Ya verás como sólo es el cambio de tiempo. Mira, te he traido una rosa, como a ti te gustan, rojas. Pero Chon no desvía la mirada de Julio, que ya pone cara de lo irremediable. Mira qué bien huele, de nuestro jardín, no como las de compra. No seas tonto, responde Chon a las lágrimas que Julio es incapaz de contener. Chon aprieta con sus últimas fuerzas la mano temblorosa que Julio le ofrece. Chon cierra suavemente los ojos. Julio se dobla con dificultad y posa un beso en los labios de Chon, que ahora sonríen. Julio recoge una lágrima póstuma que fugaz surca la mejilla de Chon. Ya se pierden entre los sollozos y los pasillos las impotentes súplicas de Julio, que desgarran el blanco de todas las batas. Chon, no me dejes, no te vayas, que me voy contigo... Una enfermera que llega ahora a la altura de la quinientos cinco, piensa que pobre Julio, tan solo. Ya no se podía hacer nada. Qué hará, sin familia ni nada... Y la enfermera agacha la cabeza y desdibuja por unos instantes su eterna y blanca sonrisa. Pobre Julio, que un día de lluvia le ha robado la sonrisa para siempre. Pobre Julio.

Benavides de Órbigo

Hoy Julio es un abuelo feliz, su nieto Sanjeev ya está en casa...

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